Leyendas y Mitos de Santa Cruz
En esta sección de leyendas, mitos y tradiciones publicamos algunas leyendas y mitos propios del departamento de Santa Cruz de la Sierra.
Entre estas mencionamos a: Leyenda de la carreta de Rosa Melgar de Ipiña, El carbunco de Germán Coimbra Sanz, La viudita de Germán Coimbra Sanz, El Guajojó de Hernando Sanabria Fernández, El pozo del fraile de Hernando Sanabria Fernández, El carretón de la otra vida de Enrique Kempff Mercado, El rostro de Mario R. Gutiérrez G., La mula de Germán Coimbra Sanz, Por aquí pasó uñas verdes de Hernando Sanabria Fernández, El farol de la otra vida de Germán Coimbra Sanz, El mojón con cara de Hernando Sanabria Fernández, Leyenda de la laguna de chorechoré, La Virgen de Cotoca de Hernando Sanabria Fernández, El carretón de la otra vida de Enrique Kempff Mercado, Leyenda chiriguana del origen del hombre de Antonio Paredes Candia, Leyenda guaraya del origen del sol y de la luna; del día y la noche de Antonio Paredes Candía, entre otras.
El Carbunco
Germán Coimbra Sanz
Dicen los lugareños que se trata de un pequeño cuadrúpedo, algo mayor que un gato de color oscuro, de hábitos nocturnos y que posee un diamante en la frente, con el que alumbra su camino y para atraparlo se le tira encima un trapo negro, que lo paraliza y permite quitarle el diamante cuyo valor es incalculable y suficiente para salir de cualquier apuro económico.
Gumercindo había llegado desde los fríos aires del altiplano a probar suerte en estas cálidas tierras y con mucho esfuerzo y tesón se había hecho de unos bueyes y unas pequeñas parcelas a las cuales protegía y cuidaba mucho porque era su único capital que tenía para subsistir él y su familia.
Había escuchado algo de la leyenda del carbunco, pero jamás se había imaginado que llegaría el día en que tendría una oportunidad de conocerlo y tener la posibilidad de aprovechar la riqueza que ofrecía.
Se encontraba en la Pampa del Cuyabo donde en la aguada había largado los bueyes para que comieran, en tanto él aprovechaba esos momentos para tomar un buen vaso de café, por cuanto el clima se ofrecía húmedo y la neblina cubría todo el medio sin dejar mirar más de algunos metros. Pasados una hora y siendo prudente echarles una ojeada a los bueyes que se habían desparramado, cuando a la distancia de unos cien metros vio la luz como de una linterna.
Una idea cruzó por la mente del hombre, pensó que alguien andaba tras sus bueyes, entonces se quedó muy quietito y a la espera de saber quién era y qué quería. En tanto la luz se movía de un lado a otro aproximándose al lugar donde él se encontraba y al divisarlo a unos metros de distancia, grande fue su sorpresa al ver que un pequeño animalillo que tenía en la frente una luz que alumbraba hacia abajo como una linterna y conforme iba avanzando la luz se veía más brillante y más intensa. Recordé entonces las viejas historias de los viejos lugareños acerca del carbunco, así que le seguí y sacándome la cachucha negra que tenía, me dispuse agarrarlo y quitarle el diamante que tenía en la frente.
De rato en rato lo veía, pero cuando estuvo a punto de saltarle encima para cubrirle al animal, éste escapó tan rápido que no pudo darse cuenta como fue, con su luz que se fue perdiendo por los matorrales. Fue quizá para el hombre una gran oportunidad de poder cazar al animal y tener el diamante y quien sabe cuánto tener con la venta del mismo.
El carretón de la otra vida
Enrique Kempff Mercado
Machuca, don Laureano, era el amigo más viejo de mi infancia. Siempre que iba a la hacienda del abuelo en mis vacaciones de verano, lo visitaba tres o cuatro veces. No lo hacía más a menudo porque su casa distaba más de una legua de la casa patronal. El trayecto tenía que hacerlo a pie — a la antigua usanza española, como decía el viejo —, y yo era mal andador. O a caballo. Y yo era mal jinete. Pero siempre recorrí el largo trecho que me separaba de su rancho, bajo los ardientes rayos del sol de estío que atravesaban el espeso follaje del monte de las uvillas. Éste era un bosque maravilloso y umbrío, poblado de altísimas caobas, gruesas palmeras y frondosos algarrobos. Alguna de mis tías abuelas lo bautizó con el nombre de monte de las uvillas, porque dizque abundaban en otro tiempo esas pequeñas frutitas, redondas y deliciosas. Yo muchas veces busqué el árbol y busqué los frutos, pero hasta hoy no he conocido una sola uvilla. Lo que me apena porque me cuentan que era una fruta exquisita y roja como unos labios de mujer.
Había una casa grande, la vivienda familiar de don Laureano, su mujer y su prole, y otra más pequeña que era el taller del viejo. Ambas tenían el techo de hojas de motacú. Me recibía una algarabía infernal de ladridos de perros, cacareo de gallinas, mugidos de vacas y lloriqueo de niños. Yo me encaminaba directamente al taller de don Laureano. El viejo siempre estaba trabajando. Fabricaba una guitarra con un afilado cuchillo que manejaban sus hábiles manos agrietadas, o labraba un trapiche de madera golpeando acompasadamente con la azuela. Siempre estaba trabajando. Nunca dejó de hacerlo. Si muere algún día —lo que me parece inverosímil—, yo creo que morirá trabajando, claveteando una silla de montar o desbastando una rueda de carretón.
—Buenas tardes, don Laureano. ¿Cómo está?
El viejo levantaba su mirada cansina y dibujaba un gesto que quería ser una sonrisa.
—Buenas tardes, joven. —Desenvolvía el ovillo de su palabra cansada y monótona—. Estoy un poco alentadito pero siempre sufriendo de este maldito dolor de caderas que me va a durar hasta que me lleve mandinga.
— ¿No se ha hecho las fricciones de aceite?
—Me he hecho dar masajes con aceite de pata y aceite de majo —continuaba lamentándose—, y me he puesto cataplasmas calientes y hojas de bizcochero, pero él dolor de caderas -agregaba convencido -es como el pasmo que donde aprieta no afloja.
Hacía muchos años que conocía a don Laurea-no. Siempre que lo visitaba me repetía la incansable cantilena de su dolor de caderas. Se quejaba de su enfermedad que, según él, haría al final que se lo lleve mandinga, el mismo diablo. Lo que no le privaba de andar siempre metido en rudos trabajos de campo. Porque don Laureano conocía todos los oficios. Era artesano y labrador. Construía carretones, casas y yugos; sembraba arroz y sandías; plantaba yucas y caña de azúcar. Sus sandías eran famosas. Cuando se le ocurría visitarnos siempre nos llevaba una enorme sandía, de pulpa rosada y aguanosa, tan grande que pesaba más de dos arrobas y podía uno sentarse en ella como si fuera una silla.
—Y ¿cómo está el patrón? —continuaba el viejo Machuca.
—Está bien, don Laureano.
— ¡Vaya, me alegro! ¿y la patrona?
—Está bien, gracias.
—Y los niños ¿cómo están?
—Bien. Todos están bien.
— ¡Gracias a Dios! ¿Y la abuelita, cómo está?
Así era don Laureano. Tenía que preguntar por cada miembro de la familia, uno por uno, enumerándolos y abusando de la paciencia de su interlocutor. Porque era un charlador consumado, pertinaz, empedernido. Por eso nunca me arrepentí de buscarlo. Me divertía sobremanera su charla sabrosa y amena, las interminables anécdotas, los cuentos y los casos que relataba uno tras otro y en los cuales, casi siempre, él resultaba el protagonista central. Su vida era la charla y el trabajo, el trabajo y la charla.
Entonces don Laureano se enderezaba apoyado en su negro bastón de chonta y me preparaba una refrescante bebida de miel, tan fría y deliciosa en la tarde calurosa, que recién entonces me percataba del buen gusto de los héroes mitológicos que bebían el rubio hidromel. Don Laureano guardaba el cántaro de barro después de relamer con fruitiva delectación las chorreaduras del gollete.
— ¡Domingo! —llamaba enseguida el viejo con su voz floja y fatigada—¡Domingooooo!
Por la puertecilla entreabierta asomaba la figura menuda de uno de sus hijos, de rostro negro y vivaracho.
—Busca unos plátanos y unos huevos pa que le lleve el joven a la patrona.
—No se moleste, don Laureano... -argüía yo débilmente.
El muchacho regresaba enseguida con una canasta llena de plátanos en sazón y huevos frescos que colocaba a mi lado, y se escabullía velozmente.
Don Laureano se restituía a su asiento lanzando breves quejidos de dolor y siempre bien dispuesto a narrarme algo. Era un viejo de elevada estatura y rostro negro y brilloso como la chonta. Las arrugas surcaban su tez y usaba luengos mostachos canosos. Las espesas cejas ocultaban su mirada cansada que tenía a veces relampagueos de insólita astucia. Podía tener ochenta años o haber alcanzado un siglo. Él mismo no lo sabía. Ni sabía tampoco por qué apellidaba Machuca. Sin duda no descendía de aquel caballero cristiano que machucó con su garrote a tantos moros, que se quedó con el mote de Machuca y que luego sus descendientes adoptaron como nombre de ilustre prosapia. Más bien parecía provenir de alguno de los negros que se escaparon de las colonias portuguesas en el siglo XVIII y se cobijaron en tierras de Su Majestad Católica. Tenía dieciocho hijos vivos y algunos muertos. Su mujer, la Juana, era de tez blanca y ojos celestes. Su fecundidad era extraordinaria. En mis vacaciones la primera visita que yo hacía era a don Laureano que siempre se quejaba de su dolor de caderas pero siempre tenía un nuevo hijo. Cuando se casaron pensaron, tal vez, que tendrían una linda descendencia morena. Pero les falló el propósito. Tenían hijos blancos e hijos negros. No habían términos medios.
Esa tarde el cielo estaba nublado en el poniente. Seguramente llovía en las lejanas serranías porque se oía el rumor quebrado del río que aumentaba su caudal de agua lodosa y turbia.
—Va a conjeturar -pronosticó el viejo con su lenguaje pintoresco. Quería decirme que amenazaba lluvia.
— ¿Cree usted que lloverá, don Laureano?
—Va a llover y va a ser con prolongue.
Don Laureano temía las crecientes del río. Tres veces las tempestuosas avenidas arrollaron con gran parte de sus sembradíos y lo obligaron a trasladar su casa selva adentro. Pero siempre la construía en el barranco, como una atalaya desde donde se pudiera divisar el horizonte ilimitado de la playa. Tenía un secreto amor por el panorama de las riberas arenosas y lisas. Pudo haber reconstruido su casa en un lugar seguro. Pero siempre lo hacía en el borde del río, expuesta a las crecidas de la estación de las aguas. No le importaba verse obligado a buscar nuevos refugios. ¡Para algo sabía construir casas!
—Y ¿qué novedades, don Laureano?
—Ninguna, patroncito. Sólo que en carnaval se nos fue la Juanucha.
— ¡Cómo! ¿Le contagió la viruela? —repuse acordándome de la epidemia que había asolado el pueblo y la campaña.
La Juanucha era una de sus hijas menores, de la serie de las negras. No tenía más de cinco años y fumaba escandalosamente cigarros envueltos en espata de maíz. Era una negrita huraña y bisoja.
—Cuente don Laureano, cuénteme como fue —agregué interesado.
—Sabe, patroncito —comenzó el viejo con parsimonia—, en vísperas de carnaval viajé al pueblo para traer algunas cosas...
— ¿Y el dolor de caderas? —interrumpí.
— ¡Ah! Dios me lo quitó pa que no viera morir a la pobre Juanucha. Bueno —continuó—, cuando volvía al rancho montado en la yegua tordilla y con las alforjas repletas de todo lo que traía, crucé el río y en eso me tomó la noche ¡qué modo de llover, Virgen Santísima! Y era tanta la oscuridad que no podía divisar ni las orejas de mi yegua. Le largué las riendas pa que andará sola porque no hay animal que no llegue a su comedero. Al embocar al monte me encomendé a San Antonio que es mi santo devoto porque rae ha hecho más milagros que estrellas hay en el cielo, y eso que las estrellas son sin cuenta. Los refucilos hacían corcovear a mi yegua tordilla y entonces tenía que sujetarla pa que no se dispare. La lluvia y el ventarrón me sacudían enterito y yo iba rezando por las ánimas del purgatorio. ¡Y cómo seria mi susto, patroncito, cuando en esas me aturdió el silbaco y vi el farol de la otra vida que se mecía en el camino! Yo creí que se habían largao por mis pagos todos los condenados del infierno. En eso oí el crujido de un carretón a mis espaldas y me volvió el alma al cuerpo porque debía venir gente cristiana. Al mirar pa atrás otro refucilo alumbró el camino y ¡ave María, purísima!, era el carretón de la otra vida que venía pisándome los talones, sin carretero y sin bueyes.
Don Laureano se calló, como buen narrador, para darme tiempo a gozar de la emoción. En sus ojos revivía la noche impenetrable del trágico aquelarre.
—Me di cuenta que estaba pasando por el panteón —continuó don Laureano en voz baja—. Eché cruces a todos laos y conjuré a San Antonio que me librara del trance. Oí el crujido del carretón de la otra vida que se iba perdiendo en la noche. Mi yegua resollaba con juerza, como si tuviera lagañas de perro y también estuviera mirando todas esas cosas que me había mandao el mismísimo mandinga. Al fin llegué. Ojala nunca hubiera liegao si fue pa ver lo que vi. Toda mi tribu estaba queriendo hacer revivir a la Juanucha que estaba muerta, bien muerta. Mi buey dañino la había matado de una cornada en el pecho. El carretón de la otra vida se la llevó quién sabe adonde. Hasta ahora oigo el crujido del maldito carretón que se iba con mi Juanucha pa siempre.
Don Laureano tenía los ojos húmedos.
— ¡Este humo! -exclamó arrojando su cigarro y tratando de ocultar su emoción.
Me despedía. Monté sobre mi caballo y partí hacia la hacienda. El crujido de las ramas mecidas por el viento me hacían recordar al carretón sin carretero y sin bueyes.
El temor
Ah, viejo Laureano Machuca! Esta vez sí que descubrí tu recóndito secreto y tu oculto temor. Siempre me intrigó ese TU modo raro de ladear la cabeza, como queriendo esquivar algún peligro invisible; esa manera extraña de recoger tus manos y ocultarlas con inquietud; esa chispa impresionante de tus ojos que veía algo que no osaban mirar de frente. Todos esos detalles de excesiva nimiedad se iban condensando sobre tu frente adusta como una nube parda sobre un panorama de miedo. Yo sabía que no temías al hombre. Y con ser negro, no temías al hombre negro ni al blanco. No temías a las almas, ni aun a aquellas que se habían desprendido, según decías, de su tosca envoltura humana. Ni a las ánimas presas en el mundo mortal ni a las ánimas sueltas en la inmensidad perdurable. Ya lo comprobaste luchando una tarde contra los bandidos que te asaltaron blandiendo agudas puntillas, y una noche nefasta en que te asediaron las ánimas condenadas anunciándote funestos malagüeros. Pero ¿por qué batían sobre tu frente esas oscuras alas temerosas? Siendo hombre no temías a los vivos y siendo cristiano conjurabas la acechanza de los muertos y te humillabas ante Dios. Pero ya descubrí tu oculto temor y lo contaré ahora, amparado en que no llegarás a saberlo porque no sabes leer, ni lo aprenderás —tú me lo dijiste: “camba viejo no aprende a rezar”—; y si algún comedido te cuenta en mala hora que violé tu secreto, estarás ya tan viejo y decrépito que no te quedará otra cosa que lanzar a los vientos tu maldición que no llegará hasta tu delator.
¿Recuerdas aquella tarde en que partimos hacia el bosque? Han pasado muchas lunas desde entonces. Atravesábamos los verdes prados, sin meta fija. Puede que hubiéramos ido a cazar, puede que a pescar o a buscar el buey dañino que siempre andaba hollando la sementera. Puede también que hubiéramos salido de paseo, con el bucólico fin de empaparnos de paisajes, puesto que había en ti una sensible raíz de poeta camba. No estoy seguro por qué caminábamos en el bosque. Yo con mi honda de muchacho y mi morral lleno de bolas de arcilla roja; tú con tu vieja escopeta y el morral lleno de perdigones.
Durante la larga caminata no cesé de hacerte innumerables preguntas sobre todo aquello que atraía mi curiosidad infantil. Tú me respondías siempre, gárrulo y paciente.
Al oír el canto de un ave, me detuve asombrado. Tan humano era el triste lamento del pájaro, tan grande el dolor sin consuelo expresado en las trágicas notas de su canto, que sentí en la angustiada tensión de mis nervios un dolor casi físico. Te pregunté que pájaro cantaba de tal modo y tú, viejo Machuca, con esa tu voz íntima y abstraída, me dijiste que era el guajojó, el héroe de una vieja leyenda que antes de ser pájaro fue un enamorado infeliz a quien odiaban los padres de su amada, y lo odiaban tanto que huyó a la selva con ella; ella murió de un mal extraño y él enloqueció y se volvió pájaro para errar por el bosque llamando a la amada muerta con su trágico grito: ¡gua... jo...jooooo!...
Yo te hacía preguntas y tú me dabas respuestas. ¿Qué árbol es ése que gotea continuamente? Es el chauchachi, sus gotas tienen una ponzoña tan activa que si tocan a los ojos humanos los vuelven ciegos. Gotea siempre, siempre, no falta un desdichado que mira hacia la copa, se le humedecen las pupilas y no vuelve a ver la luz.
Cruzó la senda un enorme armadillo que se perdió en la negra entrada de una galería subterránea. Me explicaste. Es el pejichi, vive bajo la tierra, en los cementerios y se alimenta de muertos. Engorda y tiene una fuerza tan extraordinaria que cuentan de un vaquero que logró enlazar uno y se envolvió el lazo a la cintura para resistir mejor los recios tirones del armadillo gigante; el pejichi arrastró a su apresador, se metió en su cueva y siguió tirando; el hombre no tuvo tiempo de desembarazarse del lazo; murió en la entrada de la cueva, doblado en dos.
Yo te preguntaba y tú me respondías, Laureano Machuca. No sé por qué todas las cosas que despertaban mi curiosidad tenían alguna relación con sombríos aconteceres. Me hablabas sin alterarte, ensimismado y ausente. Algo te pasaba, Laureano Machuca, algo que tratabas de esconder y que yo buscaba descubrir. Me hablaste de los frutos digitados del ambaibo que son las manos frutecidas del muerto que cometió un crimen de amor. Me hablaste de la quitabusi, esa mosca zumbadora y tornasolada que busca la frialdad hierática de las carnes mórbidas e inmóviles. Del áspid letal y del canto agorero de la lechuza. De todas esas cosas me ibas hablando Laureano Machuca mientras caminábamos por el bosque poblado de pájaros, de grandes árboles y de pequeños insectos. Y la muerte era como un “leit motiv” en tu voz.
En la laguna, en la azul laguna que refleja el límite del cielo y el ágil contorno de las palmeras de la orilla, te propuse que nos echáramos a nadar, queriendo tal vez, sin darme cuenta de ello, descargar en las aguas cristalinas y móviles la imprecisa sensación neurálgica que me envolvía. Te vi cambiar ligeramente de expresión, ladear tu cabeza y recoger tus manos con nerviosa inquietud. ¿Nos bañamos?... No. Me contaste que esa laguna anidaba el jichi, ese monstruo horrendo, mitad dragón y mitad salamandra que habitaba en las aguas y en el fuego. Era un endriago fabuloso que se enterraba en el cieno y que devoraba al hombre, o al alma del hombre, abandonándola en el mar tempestuoso de la vida como a una barca sin timón. El jichi tenía un espíritu perverso que sabía vengarse de quienes se aventuraban a bañarse en la laguna. Así me lo dijiste. Algún día el monstruo moriría y su alma transmigraría a otro cuerpo fenomenal. Entonces la laguna se iría secando, irremediablemente.
Así me explicaste, viejo Machuca, el secreto de la laguna. Sorprendí en tus ojos una chispa impresionante y batieron sutiles alas temerosas sobre el panorama de miedo de tu frente. Entonces, despaciosa, se abrió en mi mente la flor azorada del descubrimiento. Durante el regreso ya no cesaste de hablar. Supe que todas las aves y los animales selváticos tenían un alma malévola y vengativa. Que los débiles tenían dueños celosos y recelosos, siempre dispuestos a vengarlos cuando fueran víctimas del hombre. Que el jaguar sañudo y la gacela tímida poseían un alma salvaje e inmortal, capaz de poner larvas de eterno infortunio en el corazón vulnerable de los cazadores... ¡Y tú, Laureano Machuca, eras un cazador! Tú, que no temías al hombre ni a las ánimas errantes, sentías temblar tus carnes bajo el terror pánico que te infundían las almas errabundas de los pájaros y las bestias salvajes que murieron bajo tu certera bala de cazador. Te rodeaba un mundo irreal y demoníaco, rebelde a todo exorcismo, poblado de alas medrosas, garras extendidas, fauces amenazadoras y pezuñas resonantes. No sé que extraña reminiscencia supersticiosa dominada tu espíritu elemental con esa religión de miedo. Desfloraste tu secreto despaciosamente, como si estuvieras dialogando contigo mismo, sin pensar que yo caminaba a tu lado con la atención despierta y el torvo propósito de revelar un día la causa de tu oculto temor, echando así por tierra la fama que a cien leguas a la redonda te consagraba valeroso entre los hombres y temerario ante los seres invisibles y malignos. Ahora, si alguien te cuenta que delaté tu secreto, estarás tan viejo Laureano Machuca, que no te quedará otra cosa que lanzar a los vientos tu maldición que no llegará hasta mí.
Fin
El farol de la otra vida
Germán Coimbra Sanz
Los carretones avanzaban lentamente por la banda oeste del río Jorge. Cada vez la vegetación era más escasa abriéndose hasta donde se perdía la vista un lomerío cubierto de pasto. Ya cerca de medio día llegaron al camino de los norteños y por el siguieron. El sol, brillante, obligaba al carretero a entrecerrar los ojos para mirar la lejanía. Ansiaba ver a la distancia los árboles que le indicarían que ya estaban llegando al río Cuchi, donde harían pascana. Si todo iba bien, a la una estarían en ese lugar donde los que se adelantaron los esperaban con un buen almuerzo.
La patrona y sus hijas viajaban en el carretón de adelante. Habían cubierto la parte trasera del toldo con una colcha para protegerse del sol y de la tierra que levantaban los bueyes en esos días secos y calurosos de agosto. La señora y sus tres hijas, que andaban por la adolescencia iban malhumoradas. No era para menos, el olor de los cueros del toldo, el calor sofocante, la incomodidad del carretón, las piernas entumecidas y, como si esto fuera poco, las niñas no dejaban de discutir entre ellas y enfadarse, lo que obligaba a la madre a amonestarlas permanentemente ante las protestas de las hijas que decían: ¡Ay, por Dios mamita, que usted no tiene paciencia!".
Callaban un momento y de nuevo comenzaban las protestas: "Te estás sentando en mi pierna. Tené cuidado. ¡No seas bruta! "La bruta serás vos". La madre ya no hallaba palabras para recriminarles su mal genio y tuvo que recurrir a todos los santos y a la corte celestial aconsejándolas que lo hagan por las benditas almas del Purgatorio, que ofrezcan el sacrificio de la paciencia al Justo Juez, pero, al ver que por las buenas no conseguía nada, comenzó a amenazar con las penas del infierno como castigo a la maldad de sus hijas. "Ya lo verán; Dios que todo lo ve, les mandará su merecido". Por fin llegaron a la pascana y este solo hecho les calmó los ánimos, pues una fue a ayudar a servir la comida, la otra metió los pies en las aguas cristalinas del río y la tercera tendió una hamaca para que se sentara su madre. Así, todos en paz y armonía, dejaron que pasaran las pesadas horas de la siesta. La patrona, las niñas, las criadas, los carreteros y los bueyes descabezaron un sueñito, y a eso de las cuatro de la tarde ataron bueyes y siguieron camino para ir a dormir a la banda del río Moreno.
Nuevamente las criadas se adelantaron para esperar los carretones con el campamento preparado. Llevaban sobre sus cabezas las ollas y los avíos necesarios. En esos tiempos había que prever todo, porque los caminos eran solitarios y eran muy raras las casas donde poder apegarse y obtener auxilio. El agua, la leña y los pastos los proporcionaba la naturaleza. Las criadas recomendaron a los carreteros que no se demoraran mucho porque si caía la noche ellas estarían solas, y a veces por la orilla del Moreno aparecía el tigre. Los carreteros les hicieron unas cuantas burlas y ellas, fingiendo enojo, pronto se perdieron en un recodo del camino.
El carretón en que iba la patrona y sus hijas guiado por un carretero cincuentón y experimentado tomó un camino abandonado, porque, según el conductor, era más corto y aunque estaba algo erosionado, todo el recorrido era por campos despejados y en su mayor parte era bajada hasta llegar al río. Los otros carreteros siguieron el nuevo, que pasaba por pequeñas mesetas boscosas. Según ellos, casi, casi, era una legua más largo pero sin arenales.
La señora Olinfa, que así se llamaba la patrona, invitó a sus hijas a rezar el rosario a fin de tenerlas distraídas para evitar que siguieran peleando entre ellas, pero más fueron las patadas y pellizcos que las avemarias que rezaron, y ya en la letanía tomó un cucharón y como si regara agua bendita les santiguó las cabezas y los hombros poniendo orden en la familia. Dijo los últimos Kiries y guardó su rosario. En seguida inició el sermón aconsejándolas que se comportaran como hermanas.
En eso, ¡carajo! ¡Se volcó el carretón!
Salieron como pudieron, primero las piernas y después el cuerpo. El carretero corrió a desatar el yugo del timón porque los bueyes estaban a punto de desnucarse, las pobres mujeres, muertas de susto, miraban el desastre. No sabían si reír o llorar, que las dos cosas deseaban. La patrona no optó por ninguno de los dos sentimientos y más bien se encaró con el carretero llenándolo de improperios: "Camba burro, ¿quién te mandó a venirte por este camino? ¡Mira lo que has hecho! Pero yo te voy a enseñar quien es Olinfa Parada". El carretero, con vergüenza y humildad, le respondió: "Tenemos que desvolcar el carretón". "Serás vos", le replicó. "Porque lo que es yo no muevo un dedo".
El hombre, sin decir nada, comenzó a descargarlo, sacando una por una las cosas que tenía: el colchón de dos arrobas de lana, las frazadas, ropa, atadijos, latas de manteca, charque, la bolsa de cebolla, un tiesto para tostar café, un devocionario y tanta menudencia que iba amontonando a un lado del camino. Cuando terminó hizo fuerza por desvolcar el carretón, sin conseguir moverlo: "No hay caso", dijo, Doña Olinfa se puso nerviosa. El sol, como una bola de sangre, se estaba ocultando tras la lejana serranía. Una brisa suave del norte movía las hojas de los totaíses, pero ella no estaba para observaciones poéticas y sólo escuchaba el canto de los grillos que anunciaban la noche.
El carretero hacía esfuerzo con una palanca para desvolcar el carretón. Conseguía levantarlo un poquito, pero en cuanto soltaba el palo volvía a caer. En ese trabajo inútil fue pasando el tiempo hasta que oscureció. Entonces la señora ordenó: Bueno, hijas, si no le ayudamos a este flojo no vamos a llegar nunca". Fue así que entre todos, poniendo el hombro a la palanca y cuñas al carretón, consiguieron desvolcarlo. Lo cargaron de nuevo, ataron los bueyes y siguieron su camino. Todos iban malhumorados y deseando llegar de una vez a la pascana, aunque sabían que faltaban dos horas al paso lento de los bueyes. Llegaron a la ladera que bordea el río y a la distancia divisaron una luz. "Puede ser que los otros estén viniendo a buscarnos", dijo la señora. Pero la luz avanzaba con celeridad hacia el naciente. Se detuvo unos instantes, luego siguió hacia ellos. Las cuatro mujeres, con las cabezas fuera del toldo, observaban la luz, que esta vez avanzaba rápidamente hacia el sur. Ahora quedaba detrás de ellos. El miedo se apoderó de todos y el carretero hizo caer su chicote sobre el lomo de los bueyes para animarlos.
La luz tomó el norte, en dirección del carretón. Doña Olinfa echó mano a su rosario y comenzó a rezar: "Dios te salve María... llena eres de gracia... Este es el castigo por sus maldades... ¡Apura el carretón, que se nos viene...!
La luz estaba más cerca, ¡Ji!, ¡usa! gritaba el carretero mientras azotaba la tierra con su chicote.
"Santa María, Madre de Dios..." repetían a coro las muchachas. Los bueyes comenzaron a correr en la bajada, mientras el carretón daba saltos y se tambaleaba en los baches. "¡Benditas almas del Purgatorio!... ¡Por culpa de ustedes se nos viene esa cosa...! vociferaba la señora, "¡Arrepiéntanse burras!".
Mientras más corría el carretón más cerca estaba esa luz verdosa que flotaba en el aire. De pronto lo alcanzó y se introdujo en él. Hubo gritos, desmayos, sacudidas, y luego... nada.
El carretón atravesaba un arenal y los bueyes marchaban a paso lento, el carretero estaba mudo y las mujeres oraban en silencio. Llegaron al río y lo cruzaron. Ya cerca de la otra orilla se oía las risas de las cocineras. Cuando llegaron a la pascana, una de ellas le preguntó a la patrona si les había pasado algo. Doña Olinfa le respondió: "Creo que se ha roto el tiesto de tostar café".
El carretero lentamente desunció los bueyes y se sentó pensativo mirando la otra orilla del río.
El guajojó
Hernando Sanabria Fernández
En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiendo al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en dónde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempos antañones.
Era una joven india tan bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amante, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero, la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada paso a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que refieren los comarcanos sobre el origen del guajojó y su febril canto en las noches selváticas.
El mojón con cara
Hernando Sanabria Fernández
Hasta medidados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra, sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joven viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremo de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:
— ¡Ya está ahí ese mojón con cara!
Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.
Una madrugada de esas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior.
Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.
Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en la esquina de Republiquetas y Rene Moreno, hasta el año 1947. Un tractor de Obras Públicas que raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo el alcalde municipal de ese entonces, mandó labrar y colocar uno parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios lo guarde de Obras Públicas y de modernistas y vanguardistas.
El pozo del fraile
Hernando Sanabria Fernández
Entre los crúcenos de hoy en día, nada amigos de la tradición y de las cosas viejas de su pueblo, no deben de ser muchos los que conocen o han oído hablar de "El pozo del Fraile".
Ciento y tantos años hace que se dio este nombre a una hoya o depresión artificial de hasta cincuenta varas de contorno, por una y media o dos de profundidad, que cuando el agua llovediza la llenaba, venía a ser un pozo de los más grandes en aquellos cantos de la ciudad. Todavía existen los vestigios y si alguien quiere verlos, no tiene más que ir hasta la primera cuadra de la calle Campero, entre Sucre y Bolívar y entrar por el canchón del moderno edificio de la Asociación de Exprisioneros de Guerra.
La construcción del templo y convento de San Francisco fue obra emprendida y realizada en la sexta década del siglo pasado. Para levantar los muros de la vasta y espaciosa construcción fue menester, previamente, fabricar varias decenas de miles de adobes. Un lego de la comunidad franciscana, experto en albañilería, halló la tierra más apropiada para ello, a corta distancia de donde se iba a edificar, precisamente en el lugar baldío.
Instalada ahí la adobería bajo la dirección del lego, se procedió a preparar el barro, cavando y cavando recio. Pero como los adobes eran tantos, el sitio de la excavación, se agrandó hasta adquirir considerables dimensiones. Había terminado apenas la obra preliminar, cuando el hermano lego murió de aquello que nuestros abuelos decían "muerte repentina". La hoya quedó abierta y cuando se llenó de agua, en tiempo de lluvias, quedó transformado en pozo.
Paraje sin dueño, tan próximo y con agua abundante por merced del pozo, no podía menos de despertar la ambición de apropiárselo. Un primer pretendiente entró sin más ni más, plantó estacas para comienzo de cerco y se puso a edificar. Estaba en ello cuando cierta noche vio que por la orilla del pozo discurría un fraile con capucha alzada, de tal modo que le cubría la cara. A empezar de aquella noche la figura del fraile no dejó de mostrarse allí, siempre encapuchado y murmurando extrañas palabras en voz baja y gangosa. El loteador... perdón, quise decir, el aspirante a propietario del fundo, fue presa del miedo y decidió marcharse, abandonándolo todo. No era para menos.
Con un segundo y tercer pretendiente ocurrió igual. El fraile aparecía junto al pozo tan pronto había conatos de ocupar el fundo y no era más. No faltó, a la larga, un valentón resuelto a sobreponerse. Este acompañado de un amigo, no sólo esperó a pie firme la aparición, sino que fue hacia ella, no bien asomó de entre la oscuridad. La valentía del sujeto tuvo su merecido. El fraile levantó un poco la capucha que le cubría la cara... ¡Pero, aquello no era cara, sino una monda y horrible calavera!
De esas hechas nadie más osó aspirar a la ocupación de los terrenos contiguos al "pozo del fraile". Se llegó a la convicción de que éste no podía ser sino el lego de los adobes, o mejor dicho su alma, que estaba penando segura-mente por algo que debió dejar pendiente al pasar a la otra vida.
El rostro
Mario R. Gutiérrez G.
Piraí fue el pueblo de gente rica. Económicamente floreciente. Grandes establecimientos agropecuarios le daban sólida contextura y justa nombradía. Se lo mentaba en todas partes. Su brillo y esplendor seducía a medio mundo. En él, dábase cita para cambiar opiniones y jugar dinero los hombres más significativos de la comarca.
Su iglesia era admirable, grande y espaciosa. Estaba a cargo del cura Vargas. Hablamos por cierto del tiempo de nuestro relato.
Había sido aquel un día apacible. De paz y trabajo, de sosiego en las almas y de silencio en las conciencias. No se supo de ninguna pendencia ocurrida, por díceres, celos o deudas. El cura Vargas, al menos, esa vez no recibió la visita de ningún penitente. El tiempo, por lo demás, mostrábase claro, transparente, azul, sin sombras. La estación, sí, era lluviosa, como que correspondía a los meses de verano.
Piraí era un pueblo boyante, promisor, con un porvenir asegurado. Difícil resultaba imaginar que estuviera al acecho de tanta ventura un hecho sorprendente, original, extraordinario, presagiador de un grave y fatal desastre.
A eso de las doce, unos cuantos celajes en el firmamento presagian una tormenta. Luego óyese el rodar estrepitoso de piedras colosales sobre el mosaico de hielo de los cielos. Son los truenos, que confirman rayos y anuncian lluvias. Oscurécese el horizonte con manto negro y ya no se ve más el pestañear de ninguna estrella. Comienza el agua a caer en tremendos raudales. Se apagan en la iglesia las últimas velas encendidas. Todos sueñan en el pueblo.
A galope tendido se acercan a Piraí unos hombres extraños, vestidos de negro, adustos, enérgicos, ajenos al barro y a la lluvia como si fueran de piedra. No cruzan entre sí palabra alguna. Avanzan como llamados del destino. Pueden ser tres o ser siete. Uno de ellos algo lleva entre las manos, un objeto reluciente cubierto de fino paño. Cruzan las calles del pueblo, cual si entrasen a un cementerio. Delante de la iglesia frenan sus cabalgaduras y de pie aguardan a que la puerta se abra a los golpes de la gran aldaba.
El cura Vargas despiértase sobresaltado. Dase cabal cuenta que llaman a su casa, que es la casa de Dios. Camina al instante en dirección a la puerta con un antiguo y hermoso candelabro a la diestra, que proyecta una gran iluminación. Cruza la nave del templo, mirando de soslayo a los santos. Lentamente, como de costumbre, descorre cerrojos, levanta trancas y hace girar a la puerta sobre sus goznes de madera. Parándose en el umbral, divisa a esos hombres tan graves, con vestimenta sombría y al punto inquiéreles por la razón de su intempestiva visita. Afuera cae la lluvia a torrentes. Uno de ellos, comisionado, al efecto, dice, descubriendo el contenido de la charola de plata:
— "Venimos a que nos bautice este rostro".
Grande fue el asombro y el espanto del señor cura al ver tendido sobre aquella bandeja de precioso metal un enigmático rostro barbudo, sin cuerpo y con una tristeza profunda en la mirada. Pronto estuvo a huir de semejante aparición, que parecíale cosa de brujería o engendro de Satanás. Más, recordando su cristiana misión y el poder la cruz, mantúvose erguido y dióles a dichos emisarios esta respuesta cortante:
— "Me es imposible acceder a vuestro pedido sin la autorización del Obispo".
Aquellos graves personajes no se dieron por vencidos. Venían de Parabanó y traían el encargo del Príncipe de aquel cerro, poderoso y rico, dueño de Cordillera. Ofreciéronle, pues, mucho dinero para que conviniese en el bautismo que le solicitaban. Pero el cura Vargas, más dueño ya de sí, mantúvose impertérrito en su formidable negativa. Ante semejante obstinación, se resolvieron a contarle la verdad. Dijéronle, entonces, que se trataba del rey "Inga", que se hallaba encantado y de cuyo bautizo dependía su liberación. Agregaron, además, que deshecho el hechizo por la mágina virtud del dogma cristiano, Piraí se convertiría en una ciudad populosa, llena de luz y riquezas, de bienestar y dicha, tanto que causaría el asombro del mundo. Ni en Cordillera, ni en ninguna otra parte, habría pueblo más ameno y floreciente. El cura párroco no se dejó impresionar por todo esto y antes, al contrario, ratificóse en su resolución anterior.
Heridos en su orgullo, los delegados del Príncipe de Parabanó volvieron grupas al punto de partida. Empren-dieron frenética carrera, dejando sobre la cara perpleja del cura Vargas un hálito de viento frío como la muerte. Piafaban los caballos al alejarse y oíase el chapotear de sus cascos en los charcos del camino. A la luz de los relámpagos divisábase los bultos de aquellos caballeros que no podían comprender que se resistiese por alguien el menor deseo de su gran amo y señor. Cuando ya estaban a punto de perderse en el horizonte de la noche tempestuosa y antes de que el humilde sacerdote de Piraí cerrara la puerta de su iglesia, escuchóse, distante y clara, esta terrible maldición, cuya procedencia resultaba fácil imaginar:
— "Que los tigres arrastren de sus casas a los últimos habitantes".
Nunca más se supo del rostro, ni de sus padrinos o conductores, ni del Príncipe de Parabanó. Dicen que algún tiempo después murió el cura Vargas en una forma extraña. Lo cierto es que Piraí ingresó en una lenta decadencia que acabó por matarlo. Y como reza la maldición, sin duda que sus últimos pobladores, ancianos decrépitos y enfermos incurables, fueron sacados por las fieras de sus moradas deshechas. En la actualidad sólo quedan cuatro ruinas bajo un montón espeso.
La Virgen de Cotoca
Hernando Sanabria Fernández
La efigie de la Madre de Dios que se venera en la iglesia parroquial de Cotoca, distrito municipal de la provincia Andrés Ibáñez, es objeto de ferviente devoción de parte de los pueblos de Bolivia llamados orientales. Ordinariamente colocada en un regular baldaquino, hacia la parte alta del altar mayor de la iglesia, suele ser sacada afuera y llevada en andas por las calles, a la expectación de los fieles. Es en esas ocasiones cuando puede ser contemplada mejor y observada con ojos de curiosidad no exclusivamente piadosa.
Una vez al año, por lo menos, la pequeña efigie es traída a la ciudad por determinación expresa de su ilustrísima el prelado diocesano.
En todo tiempo lo que no ha menguado es la fe que el pueblo tiene depositado en ella, una fe que excluye razonamientos, la veneración cariñosa que se le profesa y la confianza con que a ella acude en procura de bienes.
En cuanto al tiempo y circunstancia en que pasó a ser patrimonio de la comunidad santacruceña corre en el pueblo una pintoresca leyenda.
Ocurrió a mediados del siglo XVIII. Cotoca, la comarca que había aposentado durante años a Santa Cruz en su peregrinaje de oriente a occidente, era por entonces un predio perteneciente a cierto señor rural de horca y cuchillo que respondía al nombre de Daniel Cortés de Miranda. Esta tenía establecida allí una hacienda con cultivos de caña, arroz y bananas, que eran trabajados por hombres de la tierra con la calidad de braceros y cuatro o cinco familias de negros y mulatos en la condición de esclavos.
A buen seguro que el don Daniel dejaba sentir en el predio su autoridad de señor feudal, acaso con mayor rigor y riendas más cortas que sus congéneres hacendados de esta parte del país. Dizque por cualquier falta que cometieran sus peones, y tanto más sus esclavos, el capataz o el amo en persona les propinaban una ración de azotes cuya cuantía jamás era inferior a la bien contada veintena.
Cierto día la cuenta hubo de alargarse, medida sobre las espaldas y los glúteos de dos de los esclavos.
La tradición ha conservado los nombres de ellos y aun el de su madre, que era Elvira Barroso. Al enterarse ésta de la tremenda azotaina y ver en los cuerpos de los suyos las huellas del flexible y a la vez inflexible instrumento, dizque prorrumpió en anatemas y maldiciones contra el patrón. No mucho después, don Daniel aparecía muerto a puñaladas dentro de la arboleda que rodeaba la casa.
Vista la cosa a la luz de sus precedentes, a nadie podía imputarse el homicidio sino a los Barroso, y a su madre como instigadora y quizás actora. Conocedores de lo que les esperaba en ese caso, madre e hijos se alzaron de la alquería para ganar asilo y escondrijo en la floresta. Pero, devotos cristianos como eran, les asistía la esperanza de que tarde o temprano su inocencia habría de salir a luz.
Tirando de Cotoca al norte los fugitivos hubieron de llegar al paraje de Asusaquí, en aquel entonces selva cerrada y carente de toda vecindad. Habiendo penetrado a lo más espeso de ella, ocurrióseles cierta noche, tomar algún alimento caliente. Mientras la madre encendía el fuego y lo avivaba arrimándole alguna hojarasca, los hijos fueron por leña, sin apartarse mucho de la jara.
Habían recogido ya algunas ramas secas cuando avistaron un recio tronco que parecía ofrecerles para el empeño pedazos de corteza semidesprendida. Unos pocos golpes de hacha sobre el arrugado madero dejaron ver que el interior de éste resplandecía extrañamente. Aunque el fulgor les ofuscaba la vista, los fugitivos acertaron a advertir un rostro de tez morena que parecía sonreirles con ternura. Un impulso de temor o de recelo les llevó a abandonar en ese momento el sitio, bien que proponiéndose volver apenas rayara la aurora del día siguiente.
Así fue, en efecto, a la rubia luz del amanecer pudieron ver que en el descubierto hueco del árbol yacía una pequeña talla policromada que representaba a la Virgen María en su advocación de la Concepción Purísima. Tras de haberse prosternado ante ella fervorosamente, procedieron a sacarla del vegetal cobijo para llevarla consigo al poblado. Habían resuelto de improviso dar término a la fuga y volver a la casa y hacienda del finado patrón, llevando a la bella imagen milagrosamente encontrada. Alentaban la fe y la esperanza de que ella, con su gracia y su misericordia, haría que se desentrañase lo de la muerte de aquél y probara la inocencia de doña Elvira y de sus hijos.
Como se pensó se hizo seguidamente. Días después los de la suspendida evasión entraban en Cotoca llevando a la Aparecida. Grande fue su sorpresa al advertir que se les recibía con particulares muestras de agrado. No tardaron en dar con la razón de ello. Algunos días antes, el verdadero autor de la muerte del patrón, había confesado públicamente el crimen. Lo curioso, o más bien portentoso del hecho, fue que tal confesión habría sido consumada a la hora misma en que los Barroso encontraban a la imagen de la Virgen. Fue el primer milagro de la Virgen apuntado por los buenos cotoqueños.
Tal es la leyenda que corre acerca de la aparición de la imagen de la Virgen de Cotoca.
La mula
Germán Coimbra Sanz
Allá por el año veintitantos, se comentaba muchísimo un hecho ocurrido en Cotoca. Por ese entonces era una aldea apacible, llena de sol en el día y de tinieblas por la noche. Ni siquiera se soñaba con la luz eléctrica. Era motivo de orgullo para algunos pobladores contar con un farol con que alumbrar sus casas y ocasionalmente la calle.
Las reuniones familiares o de amigos se efectuaban en las aceras por las que nadie transitaba o sentados en la gramita de la calle. Las tertulias giraban en torno de los asuntitos cotidianos, como la escasez de agua, o que don Fulano tenía un pozo que nunca se secaba, pero mucho mezquinaba su agua, pues el otro día a ruego y súplica les vendió una tinaja.
— ¿A cómo les vendió la tinaja?
— Bueno, fue peor que si no la hubiera vendido, porque nos llenó de dichos. Nos dijo que si caváramos más hondo, juntaríamos más agua en la época de lluvia. Lo que nos quiso decir es que éramos unos flojos.
— Lo que es yo, prefiero hacer rogativas antes que pedirle agua.
Así, problemas simples y muy humanos eran los que motivaban las charlas, hasta que, agotados los temas, pasaban a los divinos. Uno de ellos decía que no podía ser otra cosa que milagro que se hubiera salvado la hija de don Gumercindo. La hija menor, que, según dijo la curandera, "ya no era de esta vida". Pero la madre como último recurso se la llevó a la Mamita y se la entregó para que sea ella quien disponga. Y ahí está la chica, sanita y buena.
Otro dijo que el cura está formando el coro y que las peladas van por las tardes a ensayar. Y como siempre hay gente mal pensada, esto sirvió para que se hicieran chistes en el que el cura iba y venía de boca en boca.
La dueña de casa, advirtiendo lo que se avecinaba, mandó a dormir a todos los muchachos que, como en ese tiempo eran obedientes, se fueron refunfuñando al ver la varilla que la madre tenía en su mano. Cuando todos hubieron desaparecido, se habló más claro. Se dijo que era verdad lo del cura. Uno de ellos dijo que pasado mañana, después de misa, debían ir varios a hablar con él, y si no se componía irían a Santa Cruz a contárselo a Monseñor Santistevan.
Al poco rato la dueña de casa cortó los comentarios sacando una jarra de chocolate para invitar a las visitas. Con el servir las tazas, pasarlas a cada uno y hacer circular la bandeja de biscochuelos, se olvidaron del cura. A eso de las diez de la noche se deshizo la reunión y hasta que terminaron las corteses despedidas se pasó media hora. En ese momento se escuchó un galope por una de las calles laterales que despertó la curiosidad de los pocos que quedaban. Luego siguió la carrera hacia la plaza y dio la vuelta al llegar a la iglesia, para dirigirse a donde estaban los hombres. Allí cerca de ellos se detuvo y a la débil luz del farol vieron que se trataba de una mula.
Don Eusebio, que siempre se jactaba de ser muy hombre, pidió al dueño de casa que le prestara un lazo. "Vamos a ver de quién es esta mula. Seguramente se le ha escapado a algún viajero". Al poco rato, entre todos rodearon al animal y como un rayo el lazo voló al cuello de la mula, que corcoveaba furiosamente por zafarse.
Don Eusebio, con el otro extremo del lazo, le dio unos buenos azotes hasta que la calmó. Luego todos observaron el animal por uno y por otro lado, advirtiendo que no tenía marca. Don Eusebio dijo: "Es mi suerte", y se la llevó de tiro a su casa, haciéndola pasar al corral donde la amarró a un poste. Luego fue a la cocina, avivó el fuego y puso a calentar su marca. Con el hierro al rojo corrió al corral para marcar su muía, pero ésta la atacó con furia pretendiendo morderlo. Don Eusebio se defendió con la marca, asentándosela en la frente. El animal dio un bufido de dolor, mientras se esparcía por el aire un olor a pelos y cuero quemado.
De todas maneras, pensó el hombre, la mula está marcada, aunque sea en la frente, y nadie podría discutirle su propiedad.
A la mañana siguiente, grande fue su sorpresa al no encontrar la mula en el corral. El lazo estaba allí. Seguramente algún envidioso la desató. Buscó sus huellas y recorrió los alrededores, pero no la encontró.
En una de las casas del vecindario amaneció como todos los días. Los moradores se levantaron e hicieron sus quehaceres cotidianos: traer agua, dar de comer a las gallinas, preparar el desayuno. Lo único fuera de lo común, pero que no era nada grave, fue que una de las mujeres, la más joven, tenía dolor de cabeza y se la había amarrado con un trapo. Su madre le dio para que tomara una cafiaspirina, iban pasando las horas y no se quitaba el trapo de la cabeza. Llegó la tarde, y a su madre le pareció extraño y así se lo dijo, pero la joven seguía insistiendo que el dolor era muy fuerte. Entonces, la señora, preocupada, pensó que sería bueno ponerle unos paños fríos en la cabeza y, cuando quiso aplicárselos, se encontró con una tenaz resistencia y fue necesario el concurso de toda la familia para lograrlo. Al quitarle el trapo con que se envolvía la cabeza... ¡Horror! Tenía la frente quemada con la marca de don Eusebio.
Las viejas que saben de estas cosas aseguran que cuando una mujer vive con cura, se convierte en mula los viernes por la noche y que es el mismísimo diablo el que la hace galopar.
La viudita
Germán Coimbra Sanz
Hay jóvenes que al pasar los veinte años se sienten dueños del mundo y de nada les sirven los consejos. Es así que mientras el cuerpo aguanta le dan como si fuera ajeno. Un muchacho de esta laya era Victorino Suárez gran amigo de la juerga, de la fortuna y de las mujeres.
Cierta noche, después de haber bebido hasta altas horas de la noche, luego de despedirse de sus amigos, muy alegre se dirigía a su casa por las calles desiertas de esas horas alumbradas sólo de trecho en trecho por las últimas velas de los faroles públicos cuando de improviso se le presentó una mujer toda vestida de negro.
En la casi completa oscuridad se podía vislumbrar las formas femeninas de la mujer, formas que despertaron el machismo de Victorino, quien se dirigió a la presencia de la aparecida saludándola y dignándose acompañarla a su casa. Pero la mujer permanecía callada hecho que motivó al hombre atreverse a abrazarla, pero ni bien hubo realizado el intento, sintió que este cuerpo femenino emitía sonidos como chalas de maíz aplastados. Tal fue la reacción del hombre que salió corriendo como alma que lleva el diablo, sin saber cómo llegó a su casa instante en que se le vino una profusa hemorragia nasal y fuertes escalofríos.
Nadie quiso creerle lo que vio y sintió, pero desde ese día Victorino no volvió a salir de parranda y si alguna vez se desvelaba buscaba quien lo acompañase hasta la puerta de su casa, que era dos cuadras antes de llegar a San Francisco.
Cuenta el vulgo que la viudita se presenta a altas horas de la noche especialmente en proximidades de los templos que tienen galerías oscuras. También en las calles solitarias y sin luz.
Este personaje de leyenda de la vida colonial de Santa Cruz de la Sierra, hoy está poco menos que olvidado. La viudita era el fantasma femenino, nadie le podía tocar sin recibir la impresión helada de la muerte. Vagaba con la luna y tenía lo inconfeso de los amores frustrados.
Leyenda chiriguana del origen del hombre
(Antonio Paredes Candia)
I
En la mitología chiriguana dos dioses gobiernan el mundo. Tumpaete, que expresa el bien y su contrapuesto: el mal, que recibe el nombre de Aguaratumpa. Los dos transcurren en constante lucha y su animadversión durará hasta el fin de los siglos.
II
Ocurrió en tiempo inmemorial Aguara-tumpa conocedor del celo que tenía Tumpaete por el hombre al que había creado y del que era protector, descuidando a los vigilantes provocó un incendio que destruyó los campos, quemó los pastizales y bosques de la raza chiriguana, exterminando a los animales que moraban ahí.
Los chiriguano recurrieron a su Dios.
Tupaete les aconsejó que trasladaran sus caseríos a las riberas del río y allí sembraran maíz. Mientras maduraran las mieses se alimentarían de los pescados.
Aguara-tumpa viéndose burlado en su afán destructor, "hizo caer desde los cielos aguas torrenciales" e inundó la chiriguanía.
Nuevamente el dios Tumpaete habló a sus hijos:
— stá decidido que todos vosotros moriréis ahogados y para salvar la raza chiriguana buscad un mate gigante y dentro de él dejad dos niños, macho y hembra, "hijos de una misma mujer", escogidos entre los más fuertes y perfectos. Ellos serán el tronco en que florecerá la nueva raza chiriguana.
Los chiriguanos obedecieron a su dios. La lluvia no cesó durante muchas lunas y el mate con los dos niños adentro siguió flotando sobre las aguas. Murieron todos, no sobrevivió ninguno. La tierra se anegó y se calmó la lluvia cuando Aguara-tumpa creyó que había desaparecido la raza chiriguana y él podía ya ser el dueño de la tierra.
Se secaron los campos y los niños salieron de su escondite.
III
La pareja vagó mucho tiempo en busca de alimentos. Caminaban de un lado a otro y les aguijoneaba el hambre. Tumpaete nuevamente les habló:
— d en busca de Cururu, el amigo benigno del hombre, que él les proporcionará el fuego para cocinar los pescados que están al alcance de vuestras manos.
Los niños encontraron a Cururu, un gigantesco sapo, esperándoles en una altura. Guardaba las brasas en su boca y las mantenía vivas con su respiración. Les entregó a los niños y ellos pudieron asar los pescados, que entonces eran abundantes por las torrenciales y largas lluvias pasadas.
Cururu les contó que cuando empezaron las lluvias, por mandato de Tumpaete, él se introdujo dentro de la tierra llevando ese fuego.
Gracias al fuego los niños tuvieron alimento y sobrevivieron.
IV
"Los dos hermanos fueron creciendo en años hasta que tuvieron la edad competente para proliferarse". De esa pareja nuevamente se multiplicaron los chiriguanos y formaron un pueblo robusto, bello y perfecto.
Leyenda de la carreta
Rosa Melgar De Ipiña
La carreta tiene también sus leyendas. En todo el mundo es conocida la historia de la "carreta fantasma". En el Beni y Santa Cruz, existe la del "carretón de la otra vida". Cuentan las viejecitas, esas ancianas que usan todavía el mantón de seda negra, que el carretón fatal, cuando hacía un viaje "para llevarse a alguien", sorprendía a las gentes recogidas en sus lechos con súbito ruido. Era tan terrorífico ese ruido que el cuerpo se sacudía con un estremecimiento helado, como si la mano de un muerto rozara la espina dorsal de quienes lo escuchaban. La carreta se detenía en una determinada casa, y el ruido cesaba. De allí el carretón se dirigía al cementerio, llevándose el alma del pobre condenado; porque la carreta solo conducía a la otra vida, a los perversos.
No faltaban quienes aseguraban haber visto el fantasmal vehículo al recogerse a sus casa, en horas avanzadas de la noche. "No tiene bueyes —decían— pero lo guía un carretero envuelto en una capa negra que solo le deja la cara y las manos en descubierto. Cara de calavera y manos de huesos".
Mi abuelita solía narrarme con voz emocionada, cual si ella misma hubiera sido testigo del cuento que les voy a referir ahora. Después de la merienda, mientras temblaban las luces en altos candeleros, hacía el relato.
"Los indios itonamas, tienen la costumbre de prender fuego, antes de la siembra, a los grandes pajonales de las pampas. El fuego arrastrado por el viento, invade de inmediato la llanura y aquello parece un mar de olas llameantes. El incendio es necesario para limpiar de víboras y animales dañinos el campo y para hacer más fértiles las tierras. Pero una vez, sucedió una desgracia. Todo por un hombre a quien todos conocían, a causa de su terquedad. Él iba con su esposa, cruzando la llanura, en el carretón. De pronto ella dijo: — ¡Mira Pablo!, por el lado que vamos, han quemado la pampa. El bosque estará ardiendo... ¡Mira el cielo!...
Era el atardecer. La luna había salido y parpadeaban las primeras estrellas. Por el lado opuesto al occidente, el cielo parecía inflamarse.
—Es mejor que esperemos aquí. Para el carretón, Pablo, por favor...
—Mañana tenemos que estar en Magdalena —respondió él— ¿Perder yo una noche de luna como ésta. No estoy loco.
—Pero Pablo, mira que podemos morir entre las llamas...
—Está dicho. Es mi voluntad.
Siguió avanzando el carretón... Días más tarde, se encontraron los cadáveres del hombre y la mujer carbonizados, suspendidos de la rama de un tronco gigantesco. Del carretón, sólo habían quedado las herramientas.
Desde entonces, cuando hace mal tiempo, los viajeros que tienen que pasar por aquel sitio, oyen gritos desesperados, como de gentes que pidieran socorro. Y escuchan algo parecido al estrépido de un enorme carretón que se estuviera partiendo... Y parece que se revolcaran dos bueyes dando fuertes resoplidos de agonía..."
Vieja carreta, símbolo de la época en que todo era bueno. ¡Cómo rodábamos contigo, fuera de la órbita impetuosa de las estancias y de los tiempos abreviados! ¡Estamos muy lejos todavía de la perenne angustia de querer alcanzarlo todo, todo en el loco correr de un solo día!
Leyenda de la laguna de Chorechoré
La Laguna de Chorechoré con sus aguas azulosas, en cuyo cristal roto por crespo y menudo oleaje, se ven las sombras de los grandes árboles. La laguna también tiene en sus riberas casitas enjalbegadas, techadas con hojas de palmeras, casitas donde viven gentes hospitalarias, mozas bellas, coros alegres de viejos, mozos y niños en las tardecitas.
Dizque antaño en los aledaños a la laguna hubo un villorrio. El casal parecía ampararse a la sombra de su iglesia con varias ventanas que daban luz a su única nave, sobre la puerta cerrada con grandes clavos se alzaba la espadaña sostén de dos campanarios y como remate al conjunto, una cruz de hierro amparando la veleta. Arrimándose al templo, mostraba su fábrica añosa la casa parroquial. En ella vivía un anciano sacerdote, buen pastor de almas, que era servido por un sacristán y varias fámulas.
Una tarde, mientras el sol se iba y en la fronda de los huertos poblados se escuchaba el orquestal de los pájaros, el cura rezaba trabajosamente vísperas completas, llamaron a una de las puertas con los nudillos. El sacristán corrió a ver quién era. La noche había cerrado. Sólo pudo ver, confusamente, hasta tres bultos, uno de ellos asomaba el busto por sobre la media puerta abierta, cosa que es posible en el oriente boliviano dada la costumbre que se tiene de construirlas de tal manera, que puedan abrirse hasta la mitad. El que asomaba preguntó al sacristán si podía visitar al párroco y que en esto había prisa. El sacristán luego de escuchar el pedido, se fue a la habitación de su señor alumbrándose con una mala bujía que parecía llorar sobre la arandela de la palmatoria, para decir con embarazo:
— Parecen buena gente... Preguntan por el señor párroco.
— ¿Ha dicho para qué me necesitan?
— No... Pero dicen que es cosa de no perder el tiempo.
— Entonces, diles que entren.
— Allá voy. Pero espero no vayan a criticar la casa, al parecer son gente platuda.
Los tres hombres que no eran personas conocidas del cura, ni del sacristán, que los miraba de hito, en hito, unos tras otros, con voces pausadas y muy buenos comedimientos, dijeron que venían a llevarse al párroco, pues debía hacerles la merced de confesar a un moribundo. Los tres parecían taciturnos, tal dejaban entender por su compostura y rostros embozados. El sacerdote accedióles al punto y ordenó a sus paniaguados que prepararan todo lo acostumbrado en parecidas ocasiones y como dijeron los tres hombres que el lugar estaba muy distante, los alistamientos ocuparon a los criados hasta bien avanzada la noche.
Salieron casi a la medianoche, los cuatro caminaban recio, casi sin decirse palabra alguna; más de pronto, sin preámbulo, bajadas las capas que les cubrieran los rostros, con ademán resuelto, seguramente realizando un plan preconcebido los tres hombres rodearon al sacerdote.
— Pie a tierra señor párroco.
— ¿Cuál el motivo? -inquirió el cura-
— Que le debemos vendar los ojos.
No podemos detenernos en cosas que podemos suponer la sorpresa del eclesiástico y el misterio que los acontecimientos iban tomando.
— Es inútil señor cura - díjole el más comunicativo- Es inútil que se resista, somos tres contra uno. Está usted vencido desde luego. Si pide socorro... tiempo derrochado. Así es que, cállese. Que yo respondo de todo.
— ¿Quién es usted para asegurarme tal cosa y yo creerle como un necio?
— Calma señor. Es mejor que se deje vendar.
El que sostenía el diálogo hizo a los otros dos, una señal imperativa. Los dos obedecieron al punto, a poco cruzaban los del grupo por un paraje húmedo y angosto, las vueltas se sucedían en el vasto dédalo por el que tranqueaban. La ruta proseguía siempre en curvas y rectas, por ella caminaron buen tiempo.
Al fin, después de un rápido codo, los que guiaban al sacerdote hicieron alto. Dieron una contraseña los tres hombres y al punto crujieron los goznes de un portal. Dieron unos pasos más. Súbitamente desvendaron al eclesiástico.
Al principio no pudo ver nada por la brusca transición entre la lobreguez a que le habían forzado sus guías y la profunda iluminación del sitio donde se hallaba. Transcurrieron unos instantes. Luego pudo ver que se encontraba en un paraje de encantamiento.
Era un salón enorme. Se veían unas veces bóvedas de nervios del califato, siglos VIII al XI, cúpulas, claroboyas, lacerías, mocárabes, policromos, en fin, todo lo granadino de los siglos XIV y XV grabados en arquitrabes que maravillaban. Gigantescas piedras preciosas labradas en forma de astros y lámparas iluminaban el recinto con luz fascinante. En las paredes hornacinas con ánforas arábigas, panoplias sostén de cimitarras, alfanjes, puñales, lanzas, oriflamas, toda una belleza sobrenatural.
Al centro del salón se miraba una fuente de agua perfumada bajo el penacho de cristal del surtidor. Donosa-mente dispuestos, divanes amplios con miradas de blandos almohadones, arrimados a mesas enanas de forma estrellada, sobre las que se veían entre otros objetos graciosas marguilés y, pebeteros que erguían sus tenues y móviles nubecillas.
Continua a tan esotérica belleza, había otra habitación ricamente decorada y amoblada, sólo que de otro estilo.
Una gran chimenea en mármol blanco con venas azules ocupaba casi un paño de pared. Ardía un grueso leño en el hogar. Sobre la mesilla, acompañado de dos girándulas de oro, veíase un reloj que con su única manecilla marcaba una frase: Eternidad. Sostenían la esfera dos estatuillas que representaban el Amor y la Muerte. El amor sostenía otras esculturas: la vida, la patria y la madre... Por otro la otra estatuilla de la muerte apretaba en sus brazos un pecho de mujer que exprimía en la boca exangüe de la lujuria. La madre por su lado sin hijos unido todavía por el cordón umbilical acunaba un ser deforme, el dolor, cabezudo con un solo ojo de mirar colérico, con los dientes apretados en un rictus de impotencia y adheridos a sus encías, ya sin labios para maldecir, unos gusanos verdosos que parecían vivir una lenta existencia.
El sacerdote apartó la vista de aquel reloj alucinador. Por algunos instantes deleitóse en la contemplación de tanta hermosura que habían reunido los dueños de aquel palacio subterráneo. Sacóle de su ensimismamiento la voz de uno de los misteriosos personajes.
— Perdone... Escuche mi petición, le ruego atenderla bondadoso...
— ¿Dónde está el que debo confesar, que luego deseo tomar retorno a Villadiego, afirmó el discípulo de Cristo.
— Aquí tienes la criatura -le respondió otro de los tres hombres- ¡Bautísela!...
— ¿Cómo? ¿Bautismo en lugar de confesión? ¿Es que se ha burlado de mí?
— No señor párroco... No lo hemos podido hacer de otro modo... Póngase en nuestro caso... Mire el pequeño... Ya es mayorcito...
Los tres individuos que habían traído al eclesiástico, tuvieron que sostenerle, pues, fue presa de un sopor. No era una criatura lo que le presentaron, yacente en gran fuente de plata, sino un ser rarísimo; su cuerpo roñoso tenía el grandor de un infante y estaba envuelto en finísimas holandas, su cabeza era descomunal con la faz barbuda, aguzados y desiguales los dientes, ojillos rojos de alcohólico, casi cubiertos por cejas cenicientas y enmarañadas. El fenómeno dijo al cura con voz acariciadora:
— Hijo mío, por lo que más quieras, bautísame todo lo que vez será tuyo y sabrá lo que la humanidad conoce y hasta lo que supieron los clanes remotos. Yo sé los secretos del Arte...
— ¡No! Demonio lo que seas... Mi religión me prohíbe hacer descender la gracia del sacramento sobre seres como tú...
— Si soy bautizado me iré de esta región. No agitaré las aguas tranquilas de la laguna de Chorechoré en los días de temporal. No habrán malas cosechas. Todo lo que te he ofrecido será tuyo. Acepta ¿Qué te cuesta?
— ¡No! ¡Jamás!...
— Bien, testarudo. ¡Vete! Y ustedes -dijo volviendo la cabeza hacia los tres hombres- le recompensarán con un montón de mazorcas de maíz. Supongo que no se negará a tomar tal pequeñez como retribución a su viaje...
El párroco agradeció. Le vendaron como antes y lo llevaron por el mismo recorrido, sin embargo apenas traspusieron el lugar, los tres hombres desaparecieron súbitamente. A pesar de la oscuridad, el fraile tuvo modos de retornar a la casa parroquial en la que inmediatamente sin darse al sueño ni tomar algún alimento para reparar sus fuerzas menguadas por tanto trajín, se ocupó hasta el amanecer de redactar una relación de cuanto había visto, oído y sobrellevado en toda aquella memorable noche. Carta que fue dirigida al virtuoso obispo de Santa Cruz de la Sierra.
A tempranas horas de la mañana sorprendió el sacristán al sacerdote aún en su sillón frailero, al poco rato entró al cuarto una de las criadas y solicitó comedida, que le fueran dadas las escudillas y las mazorcas de maíz para las aves de corral.
El cura indicóle se proveyera de las mazorcas que presumiblemente hallaría en sus alforjas, aquellas, que obsequió el esotérico habitante del palacio visitado. Obedeció la mujer sacó algunas que brillaban doradas a la luz y al pulsearlas las sintió muy pesadas. El cura, el sacristán y la sirvienta, al verlas de oro macizo saltaron de júbilo tanto que todas las gentes que habitaban la casa y hasta las vecinas, acudieron a presenciar el extraordinario suceso.
Y de todo esto, años van y años vienen. Hoy ya no existe el casal del Chorechoré, es apenas un confuso recuerdo. Cuentan todavía los viejos, que hasta ahora, cuando se desatan hórridas tormentas, la laguna arroja a sus riberas objetos de oro y plata, se escucha rumor de voces y toque de campanas.
Leyenda guaraya del origen del sol y de la luna; del día y la noche
(Antonio Paredes Candía)
I
El dios de los guarayos, a quien ellos le nominan el abuelo, en principio moraba sobre la tierra. En su larga existencia, tuvo dos hijos extremadamente hermosos, que con el pasar del tiempo, ya jóvenes, adquirirían apostura atlética, inteligencia y profundo concepto de justicia.
II
Arí se llamaba el mayor y Yazi el menor. Arí era rubio, apasionado y diestro cazador; Yazi, moreno, pacato y aventajado para la pesca.
Los dos hijos mantenían la choza del abuelo henchida de alimentos: pescados frescos y secos, y animales salvajes.
En ese tiempo, del cual no se tiene memoria, el cielo era blanco y en la tierra no había diferencia entre el día y la noche.
Todo era pardo, seco, grisáceo. No existían los alimentos vegetales como la yuca y los variados frutos silvestres.
La vida del hombre era mísera y sacrificada,
III
Los dos hermanos: Arí y Yazi, vivían soñando aventuras, premiosos de protagonizar hazañas imperecederas; que dieran eternidad a sus nombres y a su tribu.
Una vez, mirando la sábana blanca que semejaba el cielo, meditaban sobre lo que presumían existiría allí. "Oh! Arí, si pudiéramos tocar con nuestras propias manos ese elemento sin color, que nos cubre a manera de techo!", lamentábase el menor con la vista fija en el misterio.
— scalemos Yazi —habló el mayor de los hermanos.
El joven Yazi, antes de dar el mínimo paso, analizaba el pro y el contra de todo hecho, y quedó pensativo escuchando la proposición del hermano.
— Escalemos Yazi! —insistió Arí.
— Bien —dijo Yazi— escalemos, pero dime el modo de hacerlo.
Arí respondió:
— anzaremos sin parar todas las flechas de nuestras respectivas aljabas; yo lanzaré la primera, tú me seguirás y clavarás tu flecha en la parte posterior de la mía y así, sucesivamente, uniremos todas las que tenemos, hasta formar una resistente cuerda por la que ascenderemos allí.
La empresa era temeraria pero había que intentar.
Los dos hermanos se colocaron en el centro de un claro de la aldea y principiaron la faena. A los pocos instantes tenían disponibles un resistente cable construido con sus flechas.
El abuelo, orgulloso, especiaba la hazaña de sus hijos.
Llegados a la punta de la primera flecha, se propusieron tocar el cielo: Yazi estiró la mano y lo consiguió, pero en ese instante, por arte de encantamiento, se convirtió en la luna y empezó a rodar por el cielo. Ari en un intento de retener a su hermano también tocó el cielo e inmediatamente transformó su figura en la del sol y comenzó a correr tras de su hermano, para nunca alcanzarlo, y así estar eternamente.
IV
El cielo gris se iluminó de belleza y el hombre recién pudo ver lo que le rodeaba.
V
Desde entonces, se explican los guarayos, existe el día y la noche. Cuando Arí pasa por este lado del cielo buscando a su hermano, es de día; y recibimos su afecto en luz y calor que nos da vida y hace madurar los frutos de nuestro sustento. La noche es Yazi, con su presencia nos induce a descansar para reparar nuestras fuerzas.
Los dos hermanos, nos han enseñado la división que siempre debe existir en el tiempo para la supervivencia del hombre: las horas de trabajo y las de descanso.
Por aquí pasó uñas verdes
Hernando Sanabria Fernández
Puestos en filas paralelas, a corta distancia una de otra, los niños empezaban el divertido juego, tal cual hicieron sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos cuando estaban en la misma edad. No tardaba en aparecer el personaje esperado: otro niño a quien le había tocado en suerte desempeñar el papel. Atravesando dengosamente por el espacio libre de entre ambas filas, el personajillo murmuraba una y otra vez: — Por aquí pasó "Uñas Verdes"...
Lo decía en un tonillo grave, alargando la primera sílaba de la última palabra, como dando énfasis al término colorativo. Los de las filas le replicaban con el mismo tonillo y enfatizando igualmente el silabeo de la última palabra: -Por aquí lo huelo, tío...
Tras del dicho y su réplica el pasante se apartaba un poco del corrillo. Desde el sitio tomado voceaba el nombre de alguna golosina y volvía de un salto al espacio libre, en actitud resuelta y con aire picaresco. Tenía que adivinar cuál de los participantes en el juego había adoptado para sí, previamente, el nombre de la golosina que acababa de indicar. Se plantaba delante del presunto nombrado y haciendo visajes trataba de llevarlo consigo.
En no habiendo acertado, como era por lo general, el recurrido le daba un buen empellón, lanzándole hacia la fila opuesta, mientras gritaba: ¡Que te lo diga "Uñas Verdes"!
Tenía, entonces, que repetir el lance en la misma forma, mereciendo igual empellón de parte del nuevo requerido. Y así continuaba, empujando de aquí y de allá con creciente brío, tundido y zamarreado de lo lindo, hasta que le era dado acertar. Cuando a este feliz remate podía llegar, tomaba el sitio del designado, exclamado en son de triunfo: ¡Hasta aquí llegó "Uñas Verdes"!
¿Quién era, pues, el personaje así nombrado? ¿Por qué tanta seña contra él o contra quien lo representaba en el juego?
Contábase que en cierta época remota apareció en la ciudad un sujeto de buena estampa y atrayentes maneras, que sin más ni más la dio de residente y tomó vivienda en las vecindades del barrio de Muchirí. Dizque era atento y obsequioso con las damas, divertido y expansivo con los varones y aunque sin oficio conocido, no le faltaba dinero que gastar en buris y francachelas.
Bienquisto de todos desde los primeros días de su avecindamiento, poco a poco se fueron descubriendo en él ciertas rarezas y excentricidades. No fumaba; no bebía, aunque incitaba a otros a que lo hiciesen; no descubría parte alguna del cuerpo que no fuera la cara pecosa y los cabellos rojizos.
Vestía ordinariamente un levitón más ancho de cintura para abajo que lo usual y corriente y tan largo de mangas que éstas alcanzaban a cubrirle las manos y hasta los dedos. No se despojaba jamás de prenda tan estrafalaria, así fuera en los días de calor más bochornoso. Ítem más: Usaba siempre chaleco rojo punzó de largas y enhiestas puntas.
En punto a deberes religiosos, nadie le vio oír misa sino desde las puertas de los templos, y esto sin persignarse ni aun hacer la señal de la cruz.
Cierto día alguien pasado de curioso aprovechó un corto descuido del personaje para enterarse de cómo eran sus extremidades superiores, que trataba de ocultar con lo largo de las mangas. Manos y dedos nada tenían de particular, pero estaban provistos de uñas bastante crecidas y aun encorvadas, con arquillos cuyo color tiraba a verde oscuro.
El descubrimiento fue motivo para que empezara a tenérsele en menos y a abrigar sospechas acerca de su persona y su vida. Los amigos dieron en esquivarle, las mozas en preterir sus cortesías y las viejas en murmurar contra él, atribuyéndole identidad que no era precisamente de cristiano.
Llegó el día en que se concluyó por sospechar del todo y se determinó entrar en averiguaciones formales. Nada mejor para el caso que acudir al propio habitáculo y sorprenderle allí cuando menos lo esperase. Unos cuantos de los más curiosos y decididos se reunieron cierta noche para la operación.
— Vamos a ver qué hace "Uñas Verdes" a esta hora, exclamaban todos a una.
Si descubrimos lo que realmente es, empezaremos por darle una paliza.
Llegados a la casa donde vivía el quídam, tocaron la puerta una y otra vez. Como la puerta no se abriese a los llamados, optaron por forzarla a empellones. Pero en el interior de la estancia no había nadie. Inútil fue que recorrieran el patio e inútil que penetrasen en los fundos de las casas vecinas. Todos los moradores fueron despertados e interrogados:
— ¿No ha pasado por acá "Uñas Verdes"?.
Nadie dio respuesta siquiera medianamente satisfactoria. El hombre, o lo que fuese, había desaparecido como tragado por la tierra.
Las viejas, que ya habían adelantado suposiciones desde tiempo atrás, se sintieron halagadas con el desenlace. -Era el Diablo en persona- murmuraron sentenciosamente, mientras con los dedos puestos en cruz golpeaban devotamente las frentes y los pechos.
La conseja antañona hubo de concluir con el transcurso de los años en juego de infantes: -Por aquí pasó "Uñas Verdes"...
Hasta aquí las 15 principales leyendas y mitos que pertenece a Santa Cruz de la Sierra; a continuación algunos enlaces para ver vídeos de otras leyendas que también pertenecen a nuestra querida tierra.
LA MUJER TOBOROCHI
LEYENDA DE EL DUENDE
LEYENDA DE EL JICHI
LEYENDA DE EL SILBACO
LA CRUZ DEL DIABLO
Quebles pasa a ustedes escribir normal y luego con letras que mierda
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